Sunday, July 01, 2012

Buchenwald, uno de los centros del horror nazi

Un enrejado electrificado con 380 voltios dividía a quienes tenían libertad y a los cientos a los que se les negó. Ése es uno de los primeros elementos que ven los turistas al ingresar al campo de concentración de Buchenwald, ubicado en la colina de Ettersberg, en una de las ciudades más culturales de Alemania, Weimar.

Este lugar fue uno de los centros de tortura y muerte más grandes instalados por los nazis en Alemania y su historia es espeluznante y llena de memoria.

Hace frío, el cielo está plomo, casi blanco, y llueve de tanto en tanto sobre este lugar, hoy rodeado de árboles. Allí, la chilena Pamela Castillo, la única sudamericana guía e investigadora de este campo, que además es un memorial de la Fundación Buchenwald, inicia el recorrido de una visita reveladora.

Buchenwald funcionó desde 1937 hasta 1945 bajo el régimen nazi, pero desde 1945 a 1950 fue utilizado por la ocupación soviética. En estos años, la ironía marcó la historia, cuando muchos de los presos de diversas nacionalidades, liberados después de la Segunda Guerra Mundial, fueron apresados nuevamente por los soviéticos.

“Buchenwald fue un campo de trabajo y no así de exterminio, como el de Auschwitz. No se construyeron cámaras de gases, pero los trabajos forzados y las condiciones de vida acababan de algún modo con esas vidas. En los siete años (bajo el régimen nazi) fueron detenidas 250 mil personas, de las que murieron 56.000”, explica Castillo.

La Alemania nazi recluyó allí a políticos, luego a judíos, gitanos, testigos de Jehová y homosexuales. Durante la ocupación soviética fueron internadas 28.000 personas y murieron 7.000 por diferentes motivos.

Un infierno de carbón

Las muertes en el campo eran frecuentes por subalimentación, experimentos médicos, trabajos forzados -principalmente en elaboración de armamento- y por el maltrato de los miembros de las SS, organización militar y de protección del régimen, cuyos miembros más jóvenes eran entrenados en Buchenwald.

Una torre de vigilancia marca el ingreso al campo de concentración, donde aún sobreviven algunas oficinas que ocuparon los soldados de las SS. Luego se puede apreciar la prisión -llamada el búnker- que consta de celdas oscuras, frías, sin ventanas, lúgubres. Mirar directamente a los ojos a un oficial era un motivo de castigo.

“La tortura duraba todo el día. En verano, los prisioneros recibían pepinillos y agua salada como alimento, y se los ataba a los tubos de calefacción. Para que no se movieran, se rodeaba sus pies con harina. La SS ponía en cada celda tarros de mermelada donde los prisioneros hacían sus necesidades y que eran vaciados una vez a la semana”, recuerda la investigadora Castillo.

Hoy esos espacios guardan silencio, con algunas imágenes de quienes murieron ahí.

Al pasar el portón se ingresa al patio llamado “appellplatz”. A la izquierda se erigió un memorial en el suelo. Al tocarlo se siente la misma temperatura de un cuerpo humano, unos 37 grados centígrados. A la derecha se encuentra el crematorio y la sala de autopsias.

Inhumano; pieles y humo

En esta sala de autopsias se extraían los dientes de oro a los internos que fallecían y se utilizaban sus órganos para fines académicos. El mesón donde se practicaba la barbarie sigue allí y aún conserva las miles de marcas del instrumental que se utilizaba.

La piel de los prisioneros muertos también era extraída. Con ella se fabricaban algunos artículos como estuches, pantallas de lámparas y hasta se reducían las cabezas para regalarlas.



En el crematorio resaltan las cámaras donde se quemaron los cadáveres judíos y de los enemigos del régimen. Los cuerpos ardían mientras el humo se elevaba a través de una chimenea.

Y al frente, las SS instalaron un zoológico en el que los osos eran el atractivo principal. Mientras los cuerpos ardían, los oficiales se distraían en aquel lugar.

La morgue y lo que queda

El día nublado empeora y un fuerte granizo empieza a caer al ingresar a la morgue, ubicada en el subsuelo del crematorio. Allí se guardan ganchos que utilizó la Gestapo para ahorcar a más de mil personas entre 1943 y 1944.

Cerca de allí se cretó una réplica de una instalación en cuyos ambientes fueron asesinados, con un tiro en la nuca, 8.000 prisioneros de guerra soviéticos. Estos hechos se mantuvieron en secreto.

Hoy, Buchenwald, como otros campos de concentración, es un lugar con un pasado que representa la memoria de la historia mundial, una que nunca se debe olvidar, como declaró en 2010 el premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel, quien estuvo recluido allí: “El mundo no ha aprendido. Si no, no se hubiera producido una Ruanda, una Bosnia. Ha llegado el momento para la paz”.